Cierro los ojos y me parece estar viendo a
un Fidel Castro vigoroso, medianamente joven, con espejuelos de marco ancho y
binoculares en la mano, husmeando la marcha; esa es la imagen primera que viene
a mi memoria de las celebraciones por el Día Internacional de los Trabajadores
en Cuba.
Eran los años aquellos en que seguíamos sus
discursos larguísimos, siempre colofón del Desfile descomunal que presidía en
la Plaza de la Revolución José Martí de La Habana. Así crecimos.
Recuerdo que sonría, saludaba
constantemente a los miles que agitaban banderas y gritaban consignas al pasar
frente a él y parecía que nada le era más importante, solo el diálogo
silencioso que podía sostener con cada uno más allá de las palabras. Magia suya,
magnetismo sin igual.
Desfilábamos en todas las provincias
cubanas y después regresábamos a casa porque sabíamos que Fidel todavía estaría
hablando al pueblo desde La Habana y generaciones diversas nos sentábamos para
escuchar al Hombre de hoy que decía del mañana mezclando ideas que te llevaban
siempre al punto de partida, como un ciclo de vida y te mostraban el porvenir.
De
alguna manera ahí hoy estará Fidel, el Hombre que hizo una Revolución para
los humildes, desafió al Imperio más poderoso que ha conocido la humanidad y se
fue, hace apenas seis meses, en silencio, todavía llamándonos a hacer.
Lo voy a extrañar especialmente en esta
mañana de mayo y estoy segura, su imagen se alzará en fotos y pancartas, en
brazos jóvenes y niños, la mejor prueba del paso del tiempo, de su necesaria
omnipresencia, de su luz. Pero igual, de alguna manera, lo voy a extrañar.
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