Mucho se ha escrito y se ha dicho de Fidel Castro en este mundo nuestro; yo, muy personalmente, me quedo con la sentencia profunda de Raúl Roa: “Fidel siente la hierba crecer y ve lo que está pasando al doblar de la esquina”.
Y es que fue un visionario; un hombre que no pertenecía
ya a este tiempo, un ser humano excepcional que definió joven su camino en la
vida y lo anduvo entero, sin miedos, sin arrepentimientos; escribiendo a su
paso el camino de otros muchos.
Alguna vez le escuché hablar de sí mismo, era una noche calurosa y estábamos reunidos en el Palacio de las Convenciones de La Habana un grupo diverso de estudiantes venezolanos y cubanos, fueron poco más de cuatro horas de encuentro en las que nadie parecía tener más energías que él mismo.
Esa vez se autodefinió como “inconforme”, “optimista
siempre” y dijo que le habría encantado ser mellizo, lo aseguró con la sonrisa
pícara del joven que fue, con los ojos vivísimos que podían calarte a uno hasta
el alma, lo dijo desde el cuerpo que envejece mientras las ideas se multiplican
y no se cansan de hacer.
Los otros, los que matan, se pasaron décadas tratando
de asesinarlo, le inventaron cuentas millonarias en paraísos fiscales,
mayúsculos debates internos y los mil y un cuentos y Fidel se fue anoche,
tranquilo, desde el calor de su casa cubana, sin pistolas ni alharacas: en paz.
Ahora nos queda la leyenda, el eco de su vida, el
legado colosal que se concreta cuando andamos las calles de esta Cuba de todos
a la que, de alguna manera, él ayudó a poner en el mapa del mundo. Murió Fidel,
es cierto, pero, también, nadie lo dude: quedamos nosotros.
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