Murió Fidel Castro y mientras las horas transcurren y el país se
apresta al homenaje voy tomado plena razón de la ausencia mayúscula que
eso significa para Cuba, para mí.
Salgo a la calle y tropiezo con un día frío, de sol opaco, como
triste; una jornada definitivamente lejos de los ruidos habituales de un
fin de semana cualquiera.
En una puerta, amén de la llovizna finísima que cae mientras camino,
se exhibe una bandera cubana y así, como al descuido, un niño pregunta.
Murió Fidel Castro y aunque ya aprendimos hace tiempo ¡vaya
descubrimiento el nuestro!, que él era mortal, una siente que se va
quedando un poco sin excusas; porque también era eso para los cubanos,
nada perfectos, una excusa.
Estaba ahí para recordarnos la lucidez de su vida y ante cada desafío
vivíamos atentos a su palabra, que en algún momento aparecía voraz,
visionaria, cubanísima, justo como la necesitábamos siempre.
Ahora tendremos que pensar en lo que habría hecho ante cualquier
situación, nos tocará rebuscar en su ideario, husmear sus discursos y en
su verbo, apasionado y militante, encontrar lo que no puede decirnos de
otro modo.
Murió Fidel, se van sus cenizas hasta Santa Ifigenia, cerca del
Maestro, ahí tendremos que ir ahora para sentir su presencia imponente,
su dulzura de trueno, su inmortalidad.
Tomado de Tiempo21
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