Lo
confieso, no me gustan las colas. Siempre he criticado a esas personas que se
pasan el día entero en ellas; claro, mi ignorancia no me dejaba ver que no es
lo mismo una cola vista desde afuera, que sentirla desde adentro. Pues me tocó el turno.
Más
ecuánime no podía estar, una paz interior brotaba dentro de mí. Me había preparado días antes como ese deportista
de alto rendimiento en la espera de su competencia.
6.00
am.
¿El
último?
- Yo, soy yo.
Me responde una muchacha con una pamela muy llamativa y nasubuco
amarillo, y, acto seguido, me suelta:
“conmigo van seis personas y voy detrás de aquel señor de camisa de cuadro que
marcó para cinco”. Bueno, guiño entre
cejo y me resigno: ellos llegaron primero.
Echando
un ojo, conté más o menos una veintena de personas en la cola y eso sin
detenerme a pensar que además tenía que multiplicar por cada uno de ellos a
varios acompañantes.
Pasada
una hora ya me sentía aclimatado con la gente. Me había enterado de de lo que
pasa en la ciudad: ¡Y eso que estamos de cuarentena! Allí supe dónde iban a sacar aseo, cuál es la hora perfecta para marcar y poder alcanzar
vianda en el mercado, que al pan de tal panadería le falta gramaje… en
fin, que no cabrían en estas líneas.
También aprendí muchos consejos para que no se te cuelen gente.
A cada
rato me localizaba en tiempo y espacio:
no perder de vista a las 5 personas que van delante es primordial y más si, gracias a una ecuación matemática, se convirtieron en 30.