Lo
confieso, no me gustan las colas. Siempre he criticado a esas personas que se
pasan el día entero en ellas; claro, mi ignorancia no me dejaba ver que no es
lo mismo una cola vista desde afuera, que sentirla desde adentro. Pues me tocó el turno.
Más
ecuánime no podía estar, una paz interior brotaba dentro de mí. Me había preparado días antes como ese deportista
de alto rendimiento en la espera de su competencia.
6.00
am.
¿El
último?
- Yo, soy yo.
Me responde una muchacha con una pamela muy llamativa y nasubuco
amarillo, y, acto seguido, me suelta:
“conmigo van seis personas y voy detrás de aquel señor de camisa de cuadro que
marcó para cinco”. Bueno, guiño entre
cejo y me resigno: ellos llegaron primero.
Echando
un ojo, conté más o menos una veintena de personas en la cola y eso sin
detenerme a pensar que además tenía que multiplicar por cada uno de ellos a
varios acompañantes.
Pasada
una hora ya me sentía aclimatado con la gente. Me había enterado de de lo que
pasa en la ciudad: ¡Y eso que estamos de cuarentena! Allí supe dónde iban a sacar aseo, cuál es la hora perfecta para marcar y poder alcanzar
vianda en el mercado, que al pan de tal panadería le falta gramaje… en
fin, que no cabrían en estas líneas.
También aprendí muchos consejos para que no se te cuelen gente.
A cada
rato me localizaba en tiempo y espacio:
no perder de vista a las 5 personas que van delante es primordial y más si, gracias a una ecuación matemática, se convirtieron en 30.
9.00 am
Empieza
la venta. Una multitud enardecida reclama, empujones de todo tipo afloran,
llegan los expertos en organizar los
puestos en las colas por cuenta propia, los que tratan de ganar espacio en este
rio revuelto, impedidos físicos, personal de salud y hasta personas de la
tercera edad.
“Córranse
ahí, echen pa trá”, como aquel tema que popularizara la agrupación Original de
Manzanillo, eso empezaron a decirnos los agentes del orden público que ya
estaban presentes hacía varios minutos. A metro y medio, por favor.
El sol me comenzaba a picar la espalda y yo no
avanzaba, mi ecuanimidad se había perdido y en mi interior sentía de todo,
menos paz. Llevaba parado alrededor de cuatro horas en el mismo lugar, ¡vaya
que atleta de alto rendimiento he salido!
No sé
si está registrada en los Record Guinnes la cola más larga, pero de seguro la
mía era una gran candidata.
12:18
pm
¡Qué
alegría me dio verle la cara a la dependiente! Al fin había llegado, me tocaba a mí. Me sentía como un niño cuando están a punto de
darle su regalo de cumpleaños.
“Tiene
que esperar media hora”, me dijo con dulce voz, “voy a almorzar” y me dejó con
la palabra en la boca y más dudas que respuestas. Nada, que mi paciencia estaba
rozando los límites y mi semblante cambió de palo pá rumba en un instante.
Debe
haber almorzado pescado. Al cabo de una hora arranca de nuevo la venta, yo
sintiéndome afortunado miraba a las demás personas en la cola como seres
inferiores: era el primero y con una
sonrisa que no podía esconder por debajo de mi nasubuco estaba presto a comprar…
¡Se
acabó el aceite y el detergente! Grita un muchacho que traía una carretilla en las
manos. No lo podía creer, un cubo de agua fría me había caído encima. Trato de
indagar si queda en el almacén y la respuesta fue la misma. Se acabó.
Cuando
salí, ya eran cerca de las dos de la tarde; en mis manos apenas una jabita de nylon con más comprobantes en su
interior que cualquier otra cosa. Estaba cargado de impotencia y queriendo que nadie me
saludara.
Un
hombre, ya entrado en años, se me acerca y me dice; “Por tu cara, ¿no
alcanzaste? No te preocupes, mañana vuelven a sacar, si quieres te marco, yo
soy custodio de la Escuelita de ahí
enfrente, solo tráeme un trago de café y ya está”.
9.00 pm
Qué
triste mi historia, espero no volverla a pasar. Ahora voy para la calle, mi amigo Felipe está esperando su café.
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