lunes, 13 de agosto de 2018

El Caballo


Hubo una vez un caballo que no era como los demás. Y no solo porque ni el mismo viento podía alcanzarlo si se lanzaba al galope, ni porque el león en persona le cedía el paso si lo encontraba en la llanura. Ni porque fuese tan blanco como la nube más blanca desde el hocico hasta la cola magnifica. Por ninguna de estas cosas, sino por otras que ya se verán.
 
Cuando arreciaba la sequía, y el hambre y la sed comenzaban a rondar los flancos de la manada, era él quien hallaba el vallecito oculto con el riachuelo y un poco de pasto aún. Y era él quien quedaba de guardia, y el último en correr y beber.

Y cuando el tigre, enloquecido por su largo ayuno, se arrojaba sobre una madre y su potrillo, rezagadas, era él quien acudía como brotando del aire, y erguido en toda su belleza terrible deshacía bajo los cascos al traidor.

Y el agua, y la yerba, y las flores de los campos y, en fin, la vida misma, llegaron a quererlo tanto por lo mucho que él quería a los demás, que una noche se le acercaron en sueños y, acariciándolo, cada uno le regaló su secreto y le dejó en recuerdo una señal.

Donde lo besó el agua quedó una huella azul, y donde la yerba, una verde, y donde la vida, una roja, y así con todos los infinitos matices de las flores del valle y la montaña.

Y cuando se incorporó con el sol, y alertó a la manada, todos supieron que nunca habría un caballo como aquel.

Porque al trotar destellaba como una joya con los reflejos de mil colores diferentes. Sí, destellaba como el mismo sol.


Cuento de Eliseo Diego

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